Ser radicalmente ingenuo es un problema. No serlo en absoluto, también. Supongo que no hemos llegado aún al extremo de considerar que si no se es mala persona se es ingenuo, aunque en ocasiones algo semejante podría desprenderse de ciertas valoraciones. No se trata de reivindicar la simpleza, ni de confundirla con la necesaria sencillez, ni menos aún de defender la incapacidad de hacerse cargo de una situación, de afrontar sus consecuencias o de prever lo que otros pueden llegar a hacer. Pero acabará siendo imprescindible asumir determinada ingenuidad, incluso reivindicarla, si las alternativas son las que corresponden a formas más o menos sofisticadas de granujería. La arrogancia del supuestamente astuto debería no olvidar la fuerza y el valor de esa ingenuidad.
No se trata de pisar, ni de dejarse pisar, no es cuestión de amenazar ni de dejarse amenazar, si bien se oye hablar con demasiada frecuencia de objetivos que hay que lograr a cualquier precio, lo que vincularía la eficacia con la falta de escrúpulos. Si no se está dispuesto a todo, no se es interesante ni atractivo para lo que se persigue, que, según parece, ha de anteponerse a cualquier miramiento. De lo contrario, por lo visto, se es ingenuo. Y ello hasta el extremo de descalificar a alguien por lo que se estima que es andarse con demasiadas contemplaciones. Aquí irrumpe la paradoja. Si se es minucioso, si se tienen en cuenta los diferentes aspectos, si se piensa en los demás y en el alcance de cada acción o decisión, mira por dónde, se es ingenuo. Lo avispado consistiría en atajar, en ir directamente a la cuestión y en fijarse sólo en los resultados. El resto serían melifluas debilidades, propias, de nuevo, de un ingenuo.
No faltan, por otra parte, quienes una y otra vez previenen del peligro de las posiciones cuidadosas. Prevenir del cuidado, nueva paradoja. Si en una reunión o en un debate público alguien propone o defiende algo que no resulta inmediatamente rentable, es mirado con recelo y requerido para que se explique, mostrando las ventajas o el provecho de lo expuesto, en razón del beneficio como valor supremo. Y, por supuesto, los obsesos de la utilidad aderezan sus avisos con precauciones sobre lo que, en tono casi descalificador, denominan ideas. Defenderlas supondría la máxima expresión de ingenuidad, de falta de realismo.
La astucia sería el camino indicado, al servicio de la eficacia. No suponer que los demás están dispuestos a todo mostraría un candor propio de novatos. Sospechar sería lo sensato, lo prudente. Nada de confianzas ni de generosidades. Cada uno a lo suyo y frente al resto. Competir consistiría en combatir y, por supuesto, en vencer, para lo que valdrían todos los procedimientos, mecanismos y artimañas. Sin embargo, la ingenuidad propondría hacer compatible la competitividad con la colaboración y la solidaridad. Con alguien, no contra él. El desafío es necesario y hasta atractivo, pero si tratar de no arrollar es ingenuo, impropio de triunfadores, es cuestión de preconizar otro tipo de éxitos menos victoriosos. Desear ganar sin víctimas ni derrotados sería la paradójica voluntad del ingenuo, lo que no es incompatible, a su juicio, con poner todos los medios para lograrlo. No es cuestión de humillar, ni de apabullar, ni de aniquilar. Preferimos esta limpieza en el modo de ser y en la decidida voluntad de no claudicar ante el éxito fulminante. A algunos, tamaña inocencia les produce hasta rubor y, desde luego, les causa desconfianza. Alguien sensible, detallista, decoroso, capaz de permanente consideración genera susceptibilidad para los apremiados por lo fácil y rápido, pero no para quienes bien conocen que sólo con gente así se puede ir lejos.
Hay en la ingenuidad una indescriptible tendencia a esperar contra toda esperanza cuando parece haber pocas salidas, a no rendirse cuando las posibilidades son escasas, incluso inapreciables, a confiar cuando los demás sólo ven amenazas, a darlo todo aunque uno se quede solo, a proseguir cuando ya otros han cedido, a ser amable cuando no se es bien tratado. Ello no supone tanto un alma pánfila cuanto una permanente capacidad de ser bien pensante y bien intencionado. Intentar comprender no es querer justificarlo todo, pero esta ingenuidad permite hablar bien de los demás incluso en situaciones difíciles.
1 comentario:
Buena e interesante paradoja. Me ayuda a reflexionar. Gracias.
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