
Peter Senge
En una festividad de reyes, después de detalladas y arduas deliberaciones, decidí enviarles una misiva a sus majestades de oriente, para que tuvieran a bien hacerles llegar a mis dos hijos un magnífico futbolín (bueno, la verdad es que me lo encontré, impecable, en el contenedor de basura que había en la esquina de la calle donde vivíamos. Pero tampoco hace falta excederse en los detalles más insignificantes de la historia…). El caso es que, sea como fuere, y viniere de donde viniere, el futbolín acabó en la terraza de nuestra casa. Allí, precisamente, estábamos, agarrados a sus puños, a un lado, mis dos hijos, y al otro, yo mismo, dispuestos, los tres, a disfrutar de una magnífica mañana de juego familiar.
Antes de empezar, atendiendo a mi rol de padre prudente y responsable, les dirigí una breve charla acerca del cuidado que debían tener con las barras del futbolín. Esas barras que sujetan a los jugadores, que están rematadas en uno de sus extremos por un puño, y que pueden sobresalir, peligrosamente para la integridad de los menores, por el otro. También les conté el desagradable incidente que tuve en mi niñez, cuando el extremo de una de esas barras, impactó sobre mi torso, dejándome sin respiración.
El caso es que, acabada mi charla acerca de las normas básicas de seguridad en la práctica del futbolín, y después de una fugaz mirada de mis hijos, que venía a decirme algo así como: “menos mal que terminaste, papá…”, nos lanzamos a un enconado encuentro “futbolinero” que (aunque no recuerdo con exactitud) seguramente debí perder.
Habían pasado unos cuarenta minutos desde el inicio del juego (tiempo durante el cual, entre gol y gol, yo no había dejado de advertirles que “tuvieran cuidado con las barras…”), cuando, de repente, ¡Oh, cielos! Me di cuenta de que el futbolín no tenía ninguna barra que sobresaliera.
Estos futbolines modernos (los que traen los reyes magos, o los que la gente privilegiada del primer mundo abandonamos, impecables, en los contenedores de basura) ya no tienen barra alguna que sobresalga. Ahora, a diferencia de las de mi época, las barras de los futbolines para niños, tienen un mecanismo que les permite desplazarse sin sobresalir, y por tanto, sin representar un peligro para las personas que juegan con ellos.
Entonces… ¿¡Cómo había sido posible que yo hubiera estado “viendo” durante más de media hora las dichosas barras del futbolín, sin percatarme de que no sobresalían por uno de sus extremos, y de que, por tanto, no significaban ningún peligro para mis hijos!?
Con el tiempo, entendí que aquello que me sucedió no fue nada especialmente extraño. Que, en realidad, eso que me pasó, nos pasa a todos, bastante a menudo. Nos sucede, simplemente, porque procesamos e interpretamos la realidad en función de nuestros “modelos mentales” (que diría Johnson-Laird). Es decir, en función de nuestras vivencias anteriores, de nuestras creencias, de nuestra visión previa de la realidad, y de nuestros mecanismos explicativos de referencia (que dirían Watzlawick y Nardone). Aunque en la historia del futbolín yo no vi, durante todo el tiempo, ninguna barra que sobresaliera, fui incapaz de procesar esa realidad. Eso fue así, porque el anclaje de mi experiencia previa respecto a una situación semejante (con el añadido emocional del impacto en el torso), ya había decidido lo que podía ver, percibir y procesar. En ciencia cognitiva se maneja una frase que ilustra claramente este hecho, y que dice: “es más fácil cambiar la realidad, que cambiar un modelo mental”.
Cuando abordamos un problema, cuando ponemos en marcha estrategias de pensamiento para plantearlo y para resolverlo, siempre lo hacemos desde nuestros modelos mentales previos. Éstos, dan sentido a lo que sucede, priorizan las líneas y las estrategias de acción, y definen el paradigma en el que es necesario actuar. Pero ese proceso se realiza fuera de nuestro control, alejado de nuestra voluntad. El mero contacto con el lenguaje (el lenguaje denotativo que diría Bateson) que describe el enunciado de un problema (el mapa, que no el territorio, que diría Korzybski) establece una conexión instantánea e inconsciente con las huellas que hemos almacenado en nuestro cerebro al vivenciar situaciones semejantes (que diría Vilarroya). Esa conexión construye, automáticamente, un escenario, una descripción acerca de lo que se trata, y un procedimiento de resolución. Incluso, si el problema requiere de una operatoria sencilla, hace emerger una respuesta, que permanece anclada, y que no es fácilmente sustituible (esto es lo que Hofstadter denominaría el paradigma perro-hueso).
Como dice Peter Senge, “los modelos mentales son supuestos profundamente arraigados, generalizaciones, ilustraciones, imágenes o historias que influyen sobre cómo entendemos el mundo y sobre cómo actuamos en él. Operan permanentemente de forma subconsciente en nuestras vidas personales, en el ámbito laboral y en nuestras organizaciones sociales, ayudándonos a dar sentido a la realidad y a operar en ella con efectividad. Los modelos mentales condicionan todas nuestras interpretaciones y acciones. Definen, cómo percibimos, sentimos, pensamos e interactuamos”.
O como afirma Fredy Kofman, “los modelos mentales condicionan nuestros actos. Pero como suelen ser tácitos, y existen por debajo del nivel de conciencia, rara vez son sometidos a verificación y a examen. En general, son invisibles para nosotros hasta que los abordamos intencional y decididamente. Para ello, tenemos que llevarlos a la superficie, explorarlos y hablar de ellos sin mecanismos de defensa ni autojustificaciones. De esa forma podremos ver cómo influyen en nuestra vida y, por tanto, estaremos en disposición de encontrar la manera más adecuada para modificarlos o generar otros nuevos más coherentes con la realidad. Los modelos mentales son como el aire: fundamentales para vivir, e invisibles (tan invisibles que desaparecen de la conciencia). Sin embargo, a diferencia del aire, que es común para todos, los modelos mentales son individuales, y son resultado de la biología, del lenguaje, de la cultura y de la historia personal de cada uno. Cuando se descubre que los modelos mentales son fundamentales, inconscientes y personales, puede entenderse por qué hay tantas equívocas interpretaciones y conflictos entre los seres humanos. Los modelos mentales son una espada de doble filo: tan necesarios como peligrosos.”
En definitiva, el concepto de “modelo mental” desarrollado desde la ciencia cognitiva, desde el constructivismo, desde la teoría del conocimiento, desde la antropología epistemológica o desde el management, nos lleva a contemplar la paradoja de que, justo son ellos, los modelos mentales, los que nos ayudan a entender el mundo, mientras que, a la vez, también son ellos los que tenemos que reconstruir para liberarnos de nuestros apriorismos inconscientes y para avanzar hacia una visión más objetiva de la realidad. Eso sin olvidar otra paradoja: que tenemos que abordar la realidad intentando desprendernos de los modelos mentales previos que hemos construido, aun a sabiendas de que conseguirlo es materialmente imposible.
Llegados a este punto, y con una doble paradoja que abordar, quizás lo mejor sería recurrir a la sabiduría oriental para intentar explicar lo que queremos decir (o para enmarañarlo: “en el círculo perfecto del Tao, principio y final se confunden.”)
Empecemos con una reflexión Zen, del maestro Suzuki, acerca de con qué actitud abordar aquello que tenemos que hacer, aun a sabiendas de que es imposible realizarlo:
Os incrusto el video de un anucio para que podáis comprobar los efectos que puede conllevar la confianza ciega en los modelos mentales.
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